Mi relación con la creatividad empezó desde muy pequeña.
Recuerdo que lo primero que hice fue escribir historias. A los 12 años empecé con microcuentos y, con el tiempo, la escritura se volvió una compañera constante —a veces más presente, otras más silenciosa—, pero siempre ahí.
Durante mi adolescencia también quise experimentar con la pintura. Tomé clases de óleo y manualidades, y aún puedo recordar las tardes en aquel taller: los pinceles alineados, el mesón salpicado de colores, los cuadros del profesor colgados en la pared. Era un lugar donde simplemente podía crear, sin exigencias, solo guiada por el disfrute.
Con los años, ese impulso por explorar distintos lenguajes artísticos siguió creciendo.
Hacía collage, dibujaba, fabricaba joyas, pintaba objetos, incluso intenté hacer poleras con serigrafía. También me acerqué a la fotografía, una forma de expresión que con el tiempo se volvió parte de mi vida.
Más adelante tomé clases de baile, algo que me apasionó profundamente y que me acompañó en un proceso de cambios personales.
Así que puedo decir, sin dudar, que el arte y la creatividad siempre han formado parte de mi vida.
Con el tiempo entendí que el arte no solo embellece, sino que también cura. Nos recuerda que todos nacemos con una chispa creativa, aunque a veces la dejemos dormida.
Ese mismo camino me llevó a la cerámica.
Después de los meses más duros de la pandemia, atravesando un momento emocional complejo, sentí la necesidad de volver a las artes manuales. Quería algo que me conectara con el cuerpo, que me alejara de las pantallas y que me ayudara a estar presente.
Un día, viendo videos en redes, me encontré con el proceso de la cerámica hecha a mano: cómo de un trozo de pasta podía surgir cualquier forma. Me fascinó ver la huella personal de cada ceramista, las infinitas combinaciones de color, textura y estilo. Fue esa inspiración la que me llevó a probar.
Empecé haciendo cerámica al frío en casa, solo para experimentar. Disfruté tanto el proceso que me inscribí en clases con Saúl Quijada, donde aprendí las bases del modelado manual.
Al principio hacía piezas pequeñas, pero poco a poco fui perfeccionando mi técnica, explorando formas más complejas y probando con el torno.
En ese tiempo, conversando con mi psicóloga, me di cuenta de que quería dedicarme a esto. La cerámica se había convertido en mi refugio: un espacio de calma, conexión y serenidad. El barro me ayudó a volver a mí, y quise ofrecer a otras personas esa misma posibilidad.
Así nació Syramik, desde casa, sin prisas ni expectativas. Empecé creando piezas para mí, luego para vender, dejando que el oficio encontrara su propio ritmo.
Hoy solo puedo agradecerle a la creatividad, al arte y a los oficios por ser una red de apoyo constante. Están ahí cuando más los necesitamos, recordándonos que crear también es una forma de sanar.
Y aunque emprender se parece bastante a una montaña rusa… esa ya será otra historia.